María Elena (Penélope Cruz) pinta una obra de abstracción expresionista en ‘Vicky Cristina Barcelona’ (2008)
Con una filmografía indispensable, Woody Allen (Nueva York, 1935) ha sabido consagrarse como una de las grandes leyendas del cine gracias, entre otras tantas proezas, a recordarnos encarecidamente el valor del arte.
Su estilo indudable lo confieren las vigencias de su discurso sátiro, sagaz e impertinente, repleto de osadía y surrealismo, pero también de magia y belleza. Más de cincuenta películas llevan desde los años sesenta retratando al flacucho de gafas de pasta, voz aguda e incansables preguntas entre almohadas, desde la comodidad de un filósofo occidental dispuesto a desnudarnos de principios y moralidades con un único fin: cuestionarnos sobre nuestra identidad, el amor u otras dudas existenciales.
Para crear todo este universo, Allen se viste de la gran esencia que radica en su obra, su relación con el arte, ese innato asombro por las hazañas humanas en la música, la arquitectura, la fotografía y cualquier expresión artística. Tanto es así que no existe película desprovista de estilismos ‘chics’, escenarios concebidos desde una delicadeza suma, o composiciones clásicas elegidas sabiamente para reverberar cada uno de sus planos siempre elocuentes. Escenas repletas de su debilidad por los artistas, las salas de exposiciones y esa inmanente vacuna contra los males posmodernos que es el arte.
Por Carmela González-Alorda