
Por Carmela González-Alorda
Durante la segunda mitad del pasado siglo el mundo de las excavaciones arqueológicas en el cine sufrió una catarsis nunca vista. Las películas se llenaron de protagonistas con gafas redondas y fedoras marrones, de países exóticos alejados de las prestigiosas facultades humanistas con una sed infatigable de encontrar sus hallazgos perdidos.


por Anthony Minghella
Desde entonces, muchos han sido los directores que se han visto envueltos en el ideario romántico y decimonónico de todo amante de la historia y sus misterios. Sin entrar en conceptos arqueológicos al uso, a partir de los cincuenta, la magia del cine desplegó todo su potencial con grandes superproducciones al más puro ‘star system’, un universo rico y repleto de posibilidades escenográficas para representar exuberantemente cuanto se soñase. Recordemos a la bella Elizabeth Taylor en ‘Cleopatra’ (1963), donde Joseph L. Mankiewicz creó una épica historia de titanes en la que en esencia resonaba una pasión desmedida por los grandes imperios del pasado. Los ojos verdes de la musa destellan ante un soberbio Rex Harrison interpretando al glorioso Julio César, y al gallardo Richard Burton, que ofrece en Marco Antonio la parte más humana y frágil de la vida de la faraona. Mientras, la arqueología actual sigue sin resolver uno de sus misterios más apasionantes: el encuentro de la tumba de los amantes más famosos de la Antigüedad.
El cine dedicado a Egipto es innumerable. Son muchas las pasiones que levanta una civilización tan bella, tan adelantada a su tiempo, tan rica en mitos y leyendas. Sin embargo, existe una película que supo embriagar al público gracias a la conjunción perfecta entre cine, historia y arte. Porque, sin quererlo, ‘El paciente inglés’ (1996) acabó por convertirse en un clásico: un guion bordado con literatura, fotografía forjada de sensualidad, ambientación protagonista, actores infinitos y una invencible historia de amor imposible… Leer + Revistart 211